Hace un par de años me encontré hablando en clase sobre la biografía de Beethoven. El contexto fue la implementación de un programa (el CD del mes) que consistía, simplemente, en elegir todos los meses una obra y copiársela a mis alumnos para conseguir que escuchen música clásica. Creí que esto los enriquecería más allá de la estética de las tribus (que me divierten y enriquecen) en las que ellos usualmente se inscriben y que delimitan siempre un género musical específico. La propuesta tuvo que ver con el nacimiento de mi hija Nina y trajo por respuesta a la hora de hablar de Beethoven, la frase que me dejó pensando y que le da el nombre a este blog.
Cuando yo era chico mi viejo viajaba por trabajo y volvía del extranjero con horas de música para que yo escuchara. Definí mi vocación relativamente temprano y el viejo, que traía a cuestas un bagaje cultural estupendo, intentaba rodearme del clima favorable para crecer. Visto ahora a la distancia me sorprende no siendo él mismo músico, la buena puntería en la elección de las obras y la calidad de las versiones que encontraba y traía a casa al regreso de cada viaje. Nunca pude escuchar música al tiempo que hago otra cosa: o escucho música atentamente o trabajo en silencio en lo que sea que me ocupa; es una desviación profesional. Así, yo dedicaba mañanas, tardes enteras a tomar el té, y escuchar. Varios años después y desde un under furioso con una estética ya más pop, ya con sonido a jazz, o divirtiéndome al hacer sonar máquinas desde un armado teatral, cualquier combinación de notas que haya salido de mi se sustenta en el hecho de que pasé una parte fenomenal de mi vida escuchando música clásica. Revisité después algunas de estas obras para estudiarlas e interpretarlas en mi vida como flautista, para analizarlas en cursos de morfología de mi formación como compositor. Pero mi primer relación con ellas radica en el placer de oírlas. Esa es mi historia, ni mejor ni peor que otras historias.
Pero un día, sencillamente, dejé de escuchar música. Creo que necesitaba concentrarme en las ideas que yo mismo podía producir y me sumí en un largo ostracismo sonoro que me llevó, por años, incluso a la desinformación. A su debido tiempo dejé la casita de los viejos, y confieso que antes de tener medios para hacerme de un estudio personal de grabación en mis casas no había siquiera un equipo en el que uno pudiera escuchar música. Durante algunos años fui viviendo en distintos departamentos de un minimalismo monacal donde había: mis instrumentos, mis partituras y un atril; mis libros; una mesita con dos sillas y un colchón. Desde aquel retiro espiritual no muy conciente, toda esa música quedó en la casa del viejo y hoy está envasada en cassettes vencidos, que añoran aquellos días, en los que alguien les prestaba atención.
Pero con el nacimiento de mi hija no pude eludir la responsabilidad de organizarle un primer universo sonoro. Es cierto que la música clásica es buen sonido para bebés. Lo confirmé hedónicamente en una hamaca paraguaya con Nina dormida sobre mi pecho. Durante su primer año de vida compartimos versiones de muchas de aquellas obras que yo fui recomprando en CD, no siempre con la paciencia de mi viejo, para buscar la mejor versión.
En este brote de neoclasicismo personal concienticé el encierro intelectual que venía sintiendo por respirar un aire con tanto redondito de ricota, Joe Henderson o John Pattituchi, Callejeros o DJ Joaquín. Y es en ese contexto que se me ocurrió la idea del CD del mes. Las obras llegaban presentadas con una explicación musical del por qué de su elección, una descripción de su contexto histórico, una breve biografía de su autor. Trataba yo así de generar a su alrededor un aura más interesante a la mirada de mis alumnos, a la pesca de conseguir que verdaderamente las escucharan un poco a contrapelo de su moral rockera, su moral jazzera o su moral trip hop. Cuando llegó el turno del pobre Beethoven fue inevitable hacer referencia a sus sufrimientos. El padre de Beethoven fue un borracho empedernido, golpeador compulsivo que sometió a su hijo a todo tipo de maltratos. Los maltratos de su horrible genio y maltratos metódicamente programados, en la época en que se enseñaba por medio de castigos corporales. Beethoven padre era músico y transmitía el oficio familiar por orden descendente generacional, tanto como lo hacía un zapatero o un panadero en tiempos en que el músico era un artesano más (¿alguna vez dejamos de serlo?) plebeyo y con suerte empleado en palacio. Tenía pensado para su hijo, por intereses económicos propios, un destino de niño prodigio posiblemente inspirado en el modelo de Mozart. Mozart padre usufructuó económicamente la genialidad precoz de su hijo. Cuando yo era chico era común entre los amantes de la numerología, la cabalística y el poder de las pirámides, referirse a la magia del número treinta y tres citando la edad de la muerte de Cristo y la edad de la muerte de Mozart. Uno de los dos argumentos es falso: Mozart tenía casi treinta y seis años al morir. Yo creí por varios años que la falsedad del relato, se debía al hecho de que su padre había mentido sobre su verdadera edad, presentándolo en sociedad como un prodigio de seis años cuando Mozart tenía en verdad nueve. (Esto habría generado la presencia de dos biografías, una antigua inexacta basada en la edad que Mozart en vida dijo tener y otra veraz, posterior a la tecnología del carbono catorce.) Pero yo confundí entremezclando durante años en el recuerdo, lecturas distintas de mi adolescencia. No sé de donde sacaron aquellos amantes de las cábalas la idea de que Mozart murió a los 33 años. Sus restos fueron a dar a una fosa común sin poder jamás ser estudiados. Existe un cráneo que podría haberle pertenecido. Un sigo después de su muerte un sepulturero introdujo esta pieza en la historia. Trabajador del cementerio en que enterraron a Mozart, aseguraba poseer el cráneo que en vida le perteneciera. En su propia casa, lo exhibía en una repisa como trofeo o reliquia. El cráneo perteneció, sí, a un hombre que aproximaba al morir, 35 años de edad. Pero nunca se pudo probar fehacientemente que fuera el cráneo de Mozart. Se hicieron estudios genéticos, comparando muestras de esta pieza con muestras obtenidas de la tumba de su hermana Anna María, sin que la antropología forense pudiera probar ni refutar parentesco. Lo que el episodio en todo caso refuta es el carácter todopoderoso de estas tecnologías. Pero la historia, ya se había pronunciado sobre el tema apelado a su viejo amor por la tinta y el papel: la edad de Mozart no siembra dudas, estuvo siempre documenta en una partida de nacimiento de Leipzig. Quien había mentido sobre la edad de su hijo era el padre de Beethoven. Lo presentó en palacio como un niño dos años más pequeño que su verdadera edad. Se cree que esta mentira llegó a confundir al propio Beethoven sobre su edad real, confusión que lo acompaño hasta muy avanzada su adultez. O quizás como un niño obediente sostuvo la mentira miserable, ingenua de su padre durante décadas, hasta que su verdadera edad fuera revelada excusándose entonces de su propia mentira, con el argumento de creer tener él mismo la edad que su padre le enseñó. Ninguna de las dos versiones puede ser más triste que la otra.
En todo caso el niño Ludwin (Beethoven) no gustó en sociedad malogrando el proyecto de su padre de convertirlo temprano en prodigio, empresa por la que hizo cosas tales como atarlo con sogas al piano en posiciones en las que no pudiera dormir y dejarlo atado durante días hasta que una obra estuviera debidamente estudiada. Un maestro de piano mediocre que había conseguido para su hijo fue cómplice de estas torturas. Se sabe que ambos se turnaban para despertarlo a intervalos periódicos de tiempo obligándolo a realizar múltiples sesiones nocturnas de práctica (y haciéndole saber que no podría dormir tranquilo hasta no finalizar un estudio determinado.)
“Pero salió bueno” -dijo el primero de mis alumnos que escuchó en clase los padecimientos de Beethoven-. Jugaba al niño terrible desde un lugar de incorrección política y no le di importancia. Hay una forma de ¿trasgresión? que consiste en escandalizar al prójimo con la repetición de los argumentos del rey. Pero a lo largo de la semana, para mi sorpresa, la respuesta se fue repitiendo clase tras clase en la mayoría de mis estudiantes. Jugando, dicho muy seriamente y con el abanico de opciones intermedias entre una y otra posición, escuché, referidas a Beethoven, incluso las mismas palabras (“pero salió bueno”.) La respuesta me pareció increíble y aun en el plano del humor no puede ser desoída. Mis alumnos son usualmente personas interesantísimas. Los tengo de todas las edades y en todos los niveles musicales. Tal vez un tercio son jóvenes que tomaron partido por la música y se convierten vertiginosamente en excelentes músicos. En los dos tercios restantes puede haber estudiantes universitarios y profesionales de otras artes, empresarios, científicos, juristas, especialistas en sistemas que llegan buscando el placer espiritual de expresarse por la música, niños. La respuesta era inverosímil en el andamiaje intelectual de quienes la pronunciaban ¿Mis alumnos eran masoquistas? ¿Me estaban pidiendo que los maltratara? En ese caso: ¿de verdad pensaban que como consecuencia del maltrato podrían a aprender a tocar?
La anécdota no está elegida al azar. La incluyo en el texto inaugural de este blog por que esa violencia, transmutada, encubierta, perdura todavía en nuestra educación musical y está haciendo estragos en la relación entre las personas y la música. Mi padre cumplirá ochenta años en unos días. La imagen del profesor de música que golpea a sus alumnos en los dedos con una vara es todavía plausible de su infancia. Sin ir más lejos, cuando vinieron visitas de un país donde la gente es todavía más machista que nosotros y la crianza más chapada a la antigua me preguntaron muy seriamente si yo lo hacía. Mamá les había contado que el nene era un profesor muy importante, que sus alumnos eran grandes músicos y que el nene se había comprado un auto que… (Ustedes sabrán comprender, una madre siempre es una madre.) Ellos escucharon el relato y me asociaron rápidamente a este estereotipo. Es inverosímil que en los conservatorios de ese país (no voy a revelar su nombre por amor) los maestros golpeen a sus estudiantes con una vara. Pero sí creo que el estereotipo, está todavía arraigado en su ideario popular.
Tal profesor de caricatura resulta hoy impensable, antiestético para nuestro glamour. Pero su violencia subyace en el plano intelectual, en el orden simbólico. El mito del niño prodigio, la idea mágica de inspiración y talento como antipedagogía (si son un atributo bajado del cielo que otorga impulso imparable a quien los posee pero la mayoría de los mortales jamás podrá conocerlos: ¿cuál es la función del espacio pedagógico?), la academización del acto creativo-musical y el aura de hermetismo ficcionado a su alrededor, son parte de una tradición pedagógica que combinó severidad con incompetencia. A la entrevista previa que propongo como primer aproximación con mis alumnos, llegan día a día los despojos de este modelo de educación musical. Las personas me preguntan compungidas si en verdad van a poder; me cuentan que en realidad ellos nunca tuvieron “oído para la música”, que tenían un hermano que sí tenía pero ellos no. Me advierten: “mirá que soy de madera, vas a tener que tener paciencia”. A su tercer intento de soplar para obtener un sonido del instrumento me dicen: “vos decime si soy un soquete, prefiero saberlo” y muchos otros etcéteras. Muchas de estas personas se vieron a sí mismos en espejos deformantes que ya ni recuerdan: el profesor de música de su escuela primaria o secundaria, de un conservatorio, o en clases particulares de su infancia. Y son la punta del iceberg de un número mayor que claudicó. Es increíble recibir a chicos de 15 años que le preguntan a uno si todavía están a tiempo de aprender.
Este es el modelo de educación musical que heredamos. Compungidos, nos postulamos la (en tantos textos citada) pregunta de Alicia (al gato del país de las maravillas): ¿Podría usted decirme qué camino debo seguir para salir de aquí? Ay Alicia la respuesta, excede el largo razonable para este blog. Y su autor no estaría seguro de tenerla. Tiene sí algunas intuiciones. Cree que como en todo lo impreso en nosotros por medio de la cultura, para salir de este patrón no alcanza con ideología. No saldremos de aquí sin ideología pero no se saldremos con ideología. Se requiere una revisión lúcida, honesta de la praxis por que lo impreso culturalmente brota por nuestros poros en un sistema de automatismos. Es necesario ese espacio de reflexión (auto)crítica si queremos abordar el rol docente desde un lugar de serenidad espiritual.
Pienso que estos dilemas son intrínsicos a la educación en sí misma, pero en concordancia con mis intereses y también con mis limitaciones, voy a remitirme a escribir sobre educación musical. Me baso en las experiencias de mi vida como estudiante y de mi vida como docente. Sería marketinero decir que este blog nace para confrontar la tiranía del establishment musical y el academicismo. Pido disculpas a los cultores del género pero estoy un poco viejo para sostener tales niveles de confrontación (y de soberbia.) Quiero generar un espacio de reflexión sobre educación musical. Me gustaría no sólo desarrollar una mirada crítica sobre lo existente sino también tomar partido postulando posiciones que considero correctas y describiendo algunas prácticas que de ellas se desprenden. Sería bueno que hubiera también lugar para notas técnicas y espero tener el tiempo para atender todo esto.
Ciertamente Beethoven salió bueno. ¿Fue como consecuencia de aquellos malos tratos o a pesar de ellos? En todo caso protagoniza una triste paradoja: se consustanció con la música como pocas personas pudieron hacerlo. Una imagen de su rostro podía funcionar, ya antes de nuestra modernidad que gusta tanto de las imágenes, como icono de la música misma, o del conjunto de la música y de los músicos. Pero la música falló con él en uno de los rubros en el que la música es especialista: Beethoven no fue feliz.
Cuando yo era chico mi viejo viajaba por trabajo y volvía del extranjero con horas de música para que yo escuchara. Definí mi vocación relativamente temprano y el viejo, que traía a cuestas un bagaje cultural estupendo, intentaba rodearme del clima favorable para crecer. Visto ahora a la distancia me sorprende no siendo él mismo músico, la buena puntería en la elección de las obras y la calidad de las versiones que encontraba y traía a casa al regreso de cada viaje. Nunca pude escuchar música al tiempo que hago otra cosa: o escucho música atentamente o trabajo en silencio en lo que sea que me ocupa; es una desviación profesional. Así, yo dedicaba mañanas, tardes enteras a tomar el té, y escuchar. Varios años después y desde un under furioso con una estética ya más pop, ya con sonido a jazz, o divirtiéndome al hacer sonar máquinas desde un armado teatral, cualquier combinación de notas que haya salido de mi se sustenta en el hecho de que pasé una parte fenomenal de mi vida escuchando música clásica. Revisité después algunas de estas obras para estudiarlas e interpretarlas en mi vida como flautista, para analizarlas en cursos de morfología de mi formación como compositor. Pero mi primer relación con ellas radica en el placer de oírlas. Esa es mi historia, ni mejor ni peor que otras historias.
Pero un día, sencillamente, dejé de escuchar música. Creo que necesitaba concentrarme en las ideas que yo mismo podía producir y me sumí en un largo ostracismo sonoro que me llevó, por años, incluso a la desinformación. A su debido tiempo dejé la casita de los viejos, y confieso que antes de tener medios para hacerme de un estudio personal de grabación en mis casas no había siquiera un equipo en el que uno pudiera escuchar música. Durante algunos años fui viviendo en distintos departamentos de un minimalismo monacal donde había: mis instrumentos, mis partituras y un atril; mis libros; una mesita con dos sillas y un colchón. Desde aquel retiro espiritual no muy conciente, toda esa música quedó en la casa del viejo y hoy está envasada en cassettes vencidos, que añoran aquellos días, en los que alguien les prestaba atención.
Pero con el nacimiento de mi hija no pude eludir la responsabilidad de organizarle un primer universo sonoro. Es cierto que la música clásica es buen sonido para bebés. Lo confirmé hedónicamente en una hamaca paraguaya con Nina dormida sobre mi pecho. Durante su primer año de vida compartimos versiones de muchas de aquellas obras que yo fui recomprando en CD, no siempre con la paciencia de mi viejo, para buscar la mejor versión.
En este brote de neoclasicismo personal concienticé el encierro intelectual que venía sintiendo por respirar un aire con tanto redondito de ricota, Joe Henderson o John Pattituchi, Callejeros o DJ Joaquín. Y es en ese contexto que se me ocurrió la idea del CD del mes. Las obras llegaban presentadas con una explicación musical del por qué de su elección, una descripción de su contexto histórico, una breve biografía de su autor. Trataba yo así de generar a su alrededor un aura más interesante a la mirada de mis alumnos, a la pesca de conseguir que verdaderamente las escucharan un poco a contrapelo de su moral rockera, su moral jazzera o su moral trip hop. Cuando llegó el turno del pobre Beethoven fue inevitable hacer referencia a sus sufrimientos. El padre de Beethoven fue un borracho empedernido, golpeador compulsivo que sometió a su hijo a todo tipo de maltratos. Los maltratos de su horrible genio y maltratos metódicamente programados, en la época en que se enseñaba por medio de castigos corporales. Beethoven padre era músico y transmitía el oficio familiar por orden descendente generacional, tanto como lo hacía un zapatero o un panadero en tiempos en que el músico era un artesano más (¿alguna vez dejamos de serlo?) plebeyo y con suerte empleado en palacio. Tenía pensado para su hijo, por intereses económicos propios, un destino de niño prodigio posiblemente inspirado en el modelo de Mozart. Mozart padre usufructuó económicamente la genialidad precoz de su hijo. Cuando yo era chico era común entre los amantes de la numerología, la cabalística y el poder de las pirámides, referirse a la magia del número treinta y tres citando la edad de la muerte de Cristo y la edad de la muerte de Mozart. Uno de los dos argumentos es falso: Mozart tenía casi treinta y seis años al morir. Yo creí por varios años que la falsedad del relato, se debía al hecho de que su padre había mentido sobre su verdadera edad, presentándolo en sociedad como un prodigio de seis años cuando Mozart tenía en verdad nueve. (Esto habría generado la presencia de dos biografías, una antigua inexacta basada en la edad que Mozart en vida dijo tener y otra veraz, posterior a la tecnología del carbono catorce.) Pero yo confundí entremezclando durante años en el recuerdo, lecturas distintas de mi adolescencia. No sé de donde sacaron aquellos amantes de las cábalas la idea de que Mozart murió a los 33 años. Sus restos fueron a dar a una fosa común sin poder jamás ser estudiados. Existe un cráneo que podría haberle pertenecido. Un sigo después de su muerte un sepulturero introdujo esta pieza en la historia. Trabajador del cementerio en que enterraron a Mozart, aseguraba poseer el cráneo que en vida le perteneciera. En su propia casa, lo exhibía en una repisa como trofeo o reliquia. El cráneo perteneció, sí, a un hombre que aproximaba al morir, 35 años de edad. Pero nunca se pudo probar fehacientemente que fuera el cráneo de Mozart. Se hicieron estudios genéticos, comparando muestras de esta pieza con muestras obtenidas de la tumba de su hermana Anna María, sin que la antropología forense pudiera probar ni refutar parentesco. Lo que el episodio en todo caso refuta es el carácter todopoderoso de estas tecnologías. Pero la historia, ya se había pronunciado sobre el tema apelado a su viejo amor por la tinta y el papel: la edad de Mozart no siembra dudas, estuvo siempre documenta en una partida de nacimiento de Leipzig. Quien había mentido sobre la edad de su hijo era el padre de Beethoven. Lo presentó en palacio como un niño dos años más pequeño que su verdadera edad. Se cree que esta mentira llegó a confundir al propio Beethoven sobre su edad real, confusión que lo acompaño hasta muy avanzada su adultez. O quizás como un niño obediente sostuvo la mentira miserable, ingenua de su padre durante décadas, hasta que su verdadera edad fuera revelada excusándose entonces de su propia mentira, con el argumento de creer tener él mismo la edad que su padre le enseñó. Ninguna de las dos versiones puede ser más triste que la otra.
En todo caso el niño Ludwin (Beethoven) no gustó en sociedad malogrando el proyecto de su padre de convertirlo temprano en prodigio, empresa por la que hizo cosas tales como atarlo con sogas al piano en posiciones en las que no pudiera dormir y dejarlo atado durante días hasta que una obra estuviera debidamente estudiada. Un maestro de piano mediocre que había conseguido para su hijo fue cómplice de estas torturas. Se sabe que ambos se turnaban para despertarlo a intervalos periódicos de tiempo obligándolo a realizar múltiples sesiones nocturnas de práctica (y haciéndole saber que no podría dormir tranquilo hasta no finalizar un estudio determinado.)
“Pero salió bueno” -dijo el primero de mis alumnos que escuchó en clase los padecimientos de Beethoven-. Jugaba al niño terrible desde un lugar de incorrección política y no le di importancia. Hay una forma de ¿trasgresión? que consiste en escandalizar al prójimo con la repetición de los argumentos del rey. Pero a lo largo de la semana, para mi sorpresa, la respuesta se fue repitiendo clase tras clase en la mayoría de mis estudiantes. Jugando, dicho muy seriamente y con el abanico de opciones intermedias entre una y otra posición, escuché, referidas a Beethoven, incluso las mismas palabras (“pero salió bueno”.) La respuesta me pareció increíble y aun en el plano del humor no puede ser desoída. Mis alumnos son usualmente personas interesantísimas. Los tengo de todas las edades y en todos los niveles musicales. Tal vez un tercio son jóvenes que tomaron partido por la música y se convierten vertiginosamente en excelentes músicos. En los dos tercios restantes puede haber estudiantes universitarios y profesionales de otras artes, empresarios, científicos, juristas, especialistas en sistemas que llegan buscando el placer espiritual de expresarse por la música, niños. La respuesta era inverosímil en el andamiaje intelectual de quienes la pronunciaban ¿Mis alumnos eran masoquistas? ¿Me estaban pidiendo que los maltratara? En ese caso: ¿de verdad pensaban que como consecuencia del maltrato podrían a aprender a tocar?
La anécdota no está elegida al azar. La incluyo en el texto inaugural de este blog por que esa violencia, transmutada, encubierta, perdura todavía en nuestra educación musical y está haciendo estragos en la relación entre las personas y la música. Mi padre cumplirá ochenta años en unos días. La imagen del profesor de música que golpea a sus alumnos en los dedos con una vara es todavía plausible de su infancia. Sin ir más lejos, cuando vinieron visitas de un país donde la gente es todavía más machista que nosotros y la crianza más chapada a la antigua me preguntaron muy seriamente si yo lo hacía. Mamá les había contado que el nene era un profesor muy importante, que sus alumnos eran grandes músicos y que el nene se había comprado un auto que… (Ustedes sabrán comprender, una madre siempre es una madre.) Ellos escucharon el relato y me asociaron rápidamente a este estereotipo. Es inverosímil que en los conservatorios de ese país (no voy a revelar su nombre por amor) los maestros golpeen a sus estudiantes con una vara. Pero sí creo que el estereotipo, está todavía arraigado en su ideario popular.
Tal profesor de caricatura resulta hoy impensable, antiestético para nuestro glamour. Pero su violencia subyace en el plano intelectual, en el orden simbólico. El mito del niño prodigio, la idea mágica de inspiración y talento como antipedagogía (si son un atributo bajado del cielo que otorga impulso imparable a quien los posee pero la mayoría de los mortales jamás podrá conocerlos: ¿cuál es la función del espacio pedagógico?), la academización del acto creativo-musical y el aura de hermetismo ficcionado a su alrededor, son parte de una tradición pedagógica que combinó severidad con incompetencia. A la entrevista previa que propongo como primer aproximación con mis alumnos, llegan día a día los despojos de este modelo de educación musical. Las personas me preguntan compungidas si en verdad van a poder; me cuentan que en realidad ellos nunca tuvieron “oído para la música”, que tenían un hermano que sí tenía pero ellos no. Me advierten: “mirá que soy de madera, vas a tener que tener paciencia”. A su tercer intento de soplar para obtener un sonido del instrumento me dicen: “vos decime si soy un soquete, prefiero saberlo” y muchos otros etcéteras. Muchas de estas personas se vieron a sí mismos en espejos deformantes que ya ni recuerdan: el profesor de música de su escuela primaria o secundaria, de un conservatorio, o en clases particulares de su infancia. Y son la punta del iceberg de un número mayor que claudicó. Es increíble recibir a chicos de 15 años que le preguntan a uno si todavía están a tiempo de aprender.
Este es el modelo de educación musical que heredamos. Compungidos, nos postulamos la (en tantos textos citada) pregunta de Alicia (al gato del país de las maravillas): ¿Podría usted decirme qué camino debo seguir para salir de aquí? Ay Alicia la respuesta, excede el largo razonable para este blog. Y su autor no estaría seguro de tenerla. Tiene sí algunas intuiciones. Cree que como en todo lo impreso en nosotros por medio de la cultura, para salir de este patrón no alcanza con ideología. No saldremos de aquí sin ideología pero no se saldremos con ideología. Se requiere una revisión lúcida, honesta de la praxis por que lo impreso culturalmente brota por nuestros poros en un sistema de automatismos. Es necesario ese espacio de reflexión (auto)crítica si queremos abordar el rol docente desde un lugar de serenidad espiritual.
Pienso que estos dilemas son intrínsicos a la educación en sí misma, pero en concordancia con mis intereses y también con mis limitaciones, voy a remitirme a escribir sobre educación musical. Me baso en las experiencias de mi vida como estudiante y de mi vida como docente. Sería marketinero decir que este blog nace para confrontar la tiranía del establishment musical y el academicismo. Pido disculpas a los cultores del género pero estoy un poco viejo para sostener tales niveles de confrontación (y de soberbia.) Quiero generar un espacio de reflexión sobre educación musical. Me gustaría no sólo desarrollar una mirada crítica sobre lo existente sino también tomar partido postulando posiciones que considero correctas y describiendo algunas prácticas que de ellas se desprenden. Sería bueno que hubiera también lugar para notas técnicas y espero tener el tiempo para atender todo esto.
Ciertamente Beethoven salió bueno. ¿Fue como consecuencia de aquellos malos tratos o a pesar de ellos? En todo caso protagoniza una triste paradoja: se consustanció con la música como pocas personas pudieron hacerlo. Una imagen de su rostro podía funcionar, ya antes de nuestra modernidad que gusta tanto de las imágenes, como icono de la música misma, o del conjunto de la música y de los músicos. Pero la música falló con él en uno de los rubros en el que la música es especialista: Beethoven no fue feliz.
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