miércoles, 28 de noviembre de 2007

El Mito del Niño Prodigio. (Parte II)


Talento por derecho divino. El vals del minuto en 58’’.
El umbral de la segunda vuelta en el aire.


Cuanto más pequeño es el chico más impactante es su impronta de niño prodigio. Una amiga de mi juventud tuvo un empresario para organizar sus giras a partir de los tres años de edad. Su hermano, cuando nosotros nos conocimos todavía niño (prodigio) también era pianista. La madre de ambos, hija de uno de los cinco grandes pianistas argentinos del siglo XX había sido su primer maestra y se especializaba en la tarea de sentar al piano, niños de un año o un año y medio. Nunca presencié una de sus clases. En la ciudad europea en la que vivíamos era conocida por su creatividad para educar pianistas muy pequeños, siempre por medio del juego. Algo debía cambiar cuando el niño iba creciendo: llevaba la carrera de sus hijos con mano de hierro.
El concierto de un nene de tres años, sólo puede basarse en el divertimento de ver como un chiquito tan pequeño ejecuta piezas elementales, frente a una platea deleitada por su desenvolvimiento. Las notas que escuchamos no se sostendrían en escena como la producción de un adulto. A los ocho o nueve años, el niño ya no es prodigio si no aborda obras de alta complejidad. Lo escuchamos tocar con gran corrección (incluso con mucha pimienta) obras de Beethoven, Chopin, Lizt, que bien podrían estar sonando bajos las manos de Marta Argerich, de Daniel Barenboim. La versión, por supuesto, no alcanza la madurez de una versión adulta de Barenboim o Argerich. ¿Qué es lo interesante entonces de escuchar estas obras en la versión de un niño? Aunque su arte esté madurando lo interesante sigue siendo el prodigio. No compramos música: compramos infancia; y confirmamos en el prodigio la idea de talento por derecho divino, que otorga un aire monárquico de omnipotencia a quien cree tenerlo y excusa, a quien se conforma con su ausencia, depositando responsabilidades y decisiones propias en el cielo. Es la explicación más burguesa que podemos procurarnos para todo este asunto.
El niño es invitado a programas de televisión donde lo hacen tocar el vals del minuto. El conductor verifica su destreza con un cronómetro en la mano. Si toca el vals del minuto en un minuto y seis o siete segundos estamos frente a un prospecto muy serio. Deberá mejorar para ser un verdadero virtuoso pero es una gran promesa. Si entra en el minuto del título podemos delirar por su maestría pero si baja todavía dos segundos ¡ahora sí! estamos frente a un nuevo genio: el elegido. ¿Cómo creerán que se consigue que un nene de nueve años toque en 58 segundos el vals del minuto?

Hace 18 años tomé clases de acrobacia con Carlos Martínez. Por razones que no vienen al caso todos sus alumnos éramos artistas. El mismo lo era, había abrazado las artes escénicas cuando terminó su carrera deportiva. En su juventud fue gimnasta olímpico, especialista en la prueba ‘‘1 minuto suelo’’ y una de las primeras personas en la Argentina en ejecutar el ‘‘doble salto mortal’’ (saltar o rebotar en el piso elevándose y dar dos vueltas de carnero en el aire para volver a caer parado.) Con técnicas modernas es hace mucho un salto sencillo pero en sus tiempos, sólo algunos atletas lo habían realizado. Para la generación anterior a la suya había sido un salto mítico, que se atribuía a acróbatas chinos legendarios sin que hubiera registro en imágenes de donde poder copiarlo. Carlos Martínez un día nos contó que quedó durante meses trabado en la imposibilidad de realizarlo. Estaba en todo sentido listo, reunía la fuerza y la elasticidad necesarias, comprendía la técnica del movimiento, lo miraba en filmaciones, lo probaba sin problemas en una cama elástica. Pero cuando llegaba el momento de ejecutarlo sobre el suelo saltaba, daba la primer vuelta en el aire y no podía evitar el reflejo defensivo de abrirse después de completar esa sola vuelta (debía dar las dos vueltas en el aire plegado, con las rodillas contra el pecho) y llegaba entonces al suelo habiendo ejecutado un salto mortal simple. Sonriendo nos contó que llegó a soñar en forma recurrente con el salto, antes de sorprenderse un día, completándolo. Entonces opinó: ‘‘es que en la vida de un atleta al igual que en la vida de un artista, hay logros que no son posibles sin haberlos convertido primero en una obsesión. ’’

Hoy no atamos al niño con sogas al piano como el padre de Beethoven (ver ‘‘Pero salió bueno...’’ del domingo 28 de octubre de 2007.) Son sí múltiples la posibilidades de manipulación intelectual de un niño por parte del adulto, que ostenta el poder de accionar sobre la totalidad de los resortes materiales de su vida. Convengamos que hay muchas maneras de atar un niño al piano. O ni siquiera. No sabemos nada de la relación del niño prodigio con sus mentores. No sabemos si el piano le es impuesto o lo abraza como iniciativa personal. Pero somos músicos y sabemos cómo se llega a tocar el vals del minuto en 58 ’’. Entre los cinco y los siete años este chico atravesó muchas veces ese umbral de la segunda vuelta en el aire. Posiblemente lo hizo, en el ejercicio cotidiano de una obsesión, ya sea suya o impuesta. En todo caso: trabajó, tan temprano, entre seis y ocho horas diarias con la rigurosidad de un profesional de elite. Como sólo unos pocos adultos lo hicieron alguna vez en sus vidas.

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miércoles, 14 de noviembre de 2007

El Mito del Niño Prodigio. (Parte I )

Los interrogantes de la rigurosidad - El caso extremo de los castrati como paradigma de educación bestial - Su herencia - Una forma de hacer las cosas.
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Hoy, a sesenta años, puedo todavía hacer los movimientos acrobáticos y asumir las posiciones extenuantes de la mujer-guerra en espectáculos tales como "La belleza embriagadora" o "La fortaleza en la montaña". En invierno mi maestro me hacía practicar la danza y las batallas encima del hielo con los tchao, pequeños zancos. Al principio caía todo el tiempo, pero a medida que me acostumbraba a andar con los tchao encima del hielo, era más fácil hacer los mismos movimientos sobre el escenario sin los tchao. Cuando practicaba con los tchao, mis pies estaban cuiertos de llagas y sufría enormemente. Pensaba que mi maestro no hubiera debido someter a un niño de diez años a semejante prueba. Hubiera debido, al contrario, compadecerse.

Mei Lang-Fang (auto
biografía)


La cita figura en ‘’Más allá de las islas flotantes’’ de Eugenio Barba, que es un tratado de antropología teatral. Su mirada no censura ni ensalza los hechos: los describe. Es sí evidente su admiración (por mi compartida) por esta tradición teatral. Los actores de Opera de Pekín son acróbatas, bailarines majestuosos que ejecutan movimientos de artes marciales, danzan con dagas y con espadas y cantan, como aditamento de sus caracterizaciones que serían, ya sin todo esto deliciosas. Cuando un actor está listo para hacerse cargo de su rol, comienza rápidamente a entrenar a quien lo sucederá en la vejez. El beneficiado es un niño de entre tres y cinco años. Para evitar la crudeza de la separación, durante el último medio siglo, la sucesión se dio frecuentemente dentro del propio grupo familiar de los actores: de no ser así, el niño elegido es separado de su familia para vivir en esta escuela donde dedicará su vida al aprendizaje de un rol. Dejar un niño allí, es para sus padres un honor.
No sé qué pienso de esta tradición en lo relativo a su tratamiento de la infancia. Quienes sentimos atracción por las culturas de oriente, tendemos a veces a pensar que en ellas esta rigurosidad tiene otro sostén cosmogónico, que queda mejor contenida en sus visiones sociales (y personales) de lo sagrado. Quizás depositemos fantasías idealistas en sus culturas sólo por que no las conocemos y estas prácticas sean en todo caso crueles. Entre nosotros la gimnasia deportiva, el tenis, la danza clásica, pueden poner a un niño en contextos hiperexigentes de productividad. Europa del este generó internados para sus niños atletas. Sobresale el escándalo de Alemania del este por las hormonas masculinas suministradas a sus jóvenes nadadoras, hormonas que les generarían gravísimos problemas de salud muchos años después. Escuché que en la Argentina debería revisarse la practica de los clubes de fútbol de traer menores de edad desde el interior a la ciudad de Buenos Aires, separándose de sus familias, a veces abandonando sus estudios, para jugar en las divisiones inferiores.
La declaración de los derechos del niño se pronuncia sobre el trabajo infantil intentando establecer, para el caso, garantías que preserven el desarrollo del niño. La OIT tiene un programa (al que la argentina está suscripto) que plantea lisa y llanamente su erradicación. No ignoramos la existencia de trabajo infantil en marcos de pobreza para tareas rurales, en las grandes urbes dentro de circuitos mafiosos de explotación. Somos menos proclives a reconocerlo como tal en la tarea de los niños actores de la industria de Hollywood. ¿Podrá un niño con un rol protagónico en una película donde se invirtieron decenas de millones de dólares, cambiar de idea, retirándose a mitad del rodaje? ¿Qué presiones recibiría? En publicidad, ya sea por dinero o por ansia de figurar, los niños actores constituyen un nicho de trabajo infantil en las propias clases media y media alta de nuestro país. Soportan largas esperas en los castings por los que desfilan y responden con profesionalismo a las exigencias tediosas de un set de filmación.
La rigurosidad extrema en los procesos de formación, es más difícil de regular legalmente. Pero puede equiparar, superar a veces, la dureza del trabajo infantil.
La tradición musical de occidente mostró una atracción histórica por la juventud extrema de sus instrumentistas. Este deleite por los niños prodigio es coherente con las visiones mágicas de talento e inspiración: es clara la mano de dios en un niño que desarrolla ¿incomprensiblemente? a los 7 u 8 años habilidades propias de una persona de 20 ó 30. Pero si presenciamos las clases de música del niño prodigio, quizás opinemos que en la pedagogía que rodea a este ideal de ‘‘niño superdotado’’, los niños, no siempre la pasan bien.
Esta misma tradición musical consintió la castración de niños para que tuvieran voces hermosas. Próxima la pubertad, la castración de un chico podía detener (a veces) el cambio de su voz de niño hacia la voz de hombre. La persona mutilada tampoco quedaba exactamente con voz de niño. La voz resultante de la ausencia de esta mutación (y de los órganos sexuales de su emisor) era un timbre muy cotizado: la voz de los ‘’castrati’’. Es una voz con el registro de voz femenina pero con la resonancia de un cuerpo masculino, lo cual le confiere un timbre más oscuro, la posibilidad de emitir agudos poderosos sin vibrato alguno, mayor agilidad para ornamentar. Voces así, voces parecidas, existen también sin mediar la castración. Cuando yo tenía 20 años, en ambientes operísticos de la argentina le seguían llamando, en general, castratis, a los hombres que cantaban usando sonidos que vulgarmente asociamos a la tesitura de las voces femeninas. Casi siempre se trataba de cantantes con ‘’falsete de contratenor’’. La posterior moda de este tipo de voces puso las cosas en claro: el falsete de contratenor no es lo mismo que la voz del castrati. Al final de cuentas es un ‘’falsete’’ (figura fonética cuya existencia es hoy discutida y se refiere a cantar concentrando de una forma especial la resonancia de la voz en la cabeza.) El castrati tenía otro piné. Alcanzaba esos agudos sin la ‘’artificialidad’’ de quien encuentra una voz como por detrás de su ‘’verdadera voz’’ (en falsete.) La voz humana es misteriosa, se configura como resultante de nuestra biología personal mezclada con otros rasgos identitarios: quienes somos, quienes creemos ser, quienes creemos que los demás quieren que seamos. Interviene la sicología. Hace algunos años en Francia dieron con un caso especial: un hombre que había crecido encerrado en una casa donde su abuela lo crió indefinidamente como si fuera un niño (como el personaje de ‘’Desde el jardín’’) y reunía a pesar de sus 30 años la personalidad de un niño de 10. En el contexto especifico de su identidad, al llegar a la pubertad no había cambiado la voz. ¡Una voz así se produce una vez en un siglo! (dijeron, echando manos a la tarea de educarlo.) ¡Estamos en presencia de un auténtico castrati! Tuve la rara suerte de ser amigo de dos personas, cada una de ellas con uno de estos patrones fonéticos. Hace unos veinte años participé en una formación de cámara junto a un cantante lírico que llamaré F. F es a su vez hijo de una cantante del coro de la opera del Teatro Colón. Es homosexual pasivo, en una reunión de amigos contó que nunca le había interesado el rol activo (sexualmente) y que jamás había tenido una erección. Empezó a tener relaciones sexuales a los 10 años puertas adentro del teatro Colón. Los aspectos controversiales de esa precocidad exceden las temáticas de este blog. F canta desde que tiene uso de memoria y cuando llegó a la pubertad, en el contexto específico de su identidad no cambió la voz. Sin entrar en ningún momento en ‘’falsete’’ tenía tesitura real de soprano, algún problema de emisión de agudos y en el promedio de su registro un color más oscuro que el de ninguna soprano que haya existido sobre la tierra. La otra voz en cuestión es la de mi amigo Alejo quien un día descubrió, quizás por accidente, su falsete bellísimo de contratenor que es muy distinto a la voz grave con la cual Alejo habla. El ‘’falsete’’ se usó en forma extendida para coplear, cantar folclore mexicano, folclore suizo. En el canto de Alejo era un instrumento completo, con el registro entero de una voz ‘’natural’’ y en todo momento cómodo. Quiso cultivarlo y entró en un coro donde le dijeron que el falsete hacía mal a la garganta, que era una forma incorrecta de cantar y lo pusieron a cantar con su ‘’verdadera voz’’ casi de barítono. Hoy resultaría paleolítico considerar ‘’falsos’’ estos sonidos. Si fácticamente existen entre los frutos de nuestra voz: ¿por qué no usarlos en nuestra música? Y si de hecho existen (con distintas calidades) en la voz de todos los hombres, asumimos que estas tesituras son parte de la voz masculina. Luis Alberto Spinetta, Boby Mc Ferrin o Prince, le dieron un lugar importante en su producción. Mi amigo Alejo, finalmente, encontró su vocación en la arquitectura. En Europa hay instituciones que hubieran competido en sus ofertas para contar con alguna de estas dos voces. Y no hubieran tenido problemas en montar laboratorios, para resolver el dilema de cómo educar esa sola voz. Ninguno de los dos emigró.
Tenían voces de una belleza desconocida. No creo que la hermosura de nada parecido valiera el precio de la castración.
Sin los recursos de la cirugía moderna (la zona genital está fuertemente irrigada) posiblemente la mitad de los niños morían desangrados por la extirpación de su órganos, o por infecciones posteriores a la intervención. La ironía es que entre los sobrevivientes quizás sólo 3 de cada 10 no cambiaba la voz. Con estos números se puede suponer que para escuchar una sola voz de castrati, era necesario matar tres niños y descartar mutilados a otros dos. Para que este timbre haya sido, en coro, uno de los colores de la liturgia católica, bebieron realizarse literalmente masacres. A esta altura el lector se preguntará por qué lo agreden con este relato...¿medieval? El último castrati se llamó Alessandro Moresschi y murió en 1922, de lo que se desprende que la tradición musical de occidente practicó castraciones de niños, por fines estéticos, hasta las vísperas del siglo XX. Estas prácticas son parte de nuestra herencia pedagógica. El escenario en que esto era posible configura la tradición de la cual se desprende nuestro modelo de educación musical. Graficando las distancias generacionales-culturales: yo tengo 45 años, cualquier maestro que tuviera 60 años cuando yo tenía 10, llegaba signado por una forma muy dura de enseñar y aprender, exigente, y no siempre rebosante de metodologías. Es lógico que así fuera: su maestro de 60 años (cuando él a su vez tenía 10) cronológicamente, podría haber sido un castrati.
Como músicos y como docentes, debemos reconocer la mutilación sexual de aquellos discípulos implementada para obtener un sonido determinado de su canto, como nuestro gran paradigma de educación bestial. No voy a malgastar cinco caracteres en explicar por qué (de eso se trata que la considere paradigma) pero creo conveniente buscar en nuestro modelo de educación musical, la ramificaciones de su bestialidad. A simple vista podemos encontrar en el ethos mismo de estas castraciones tres aspectos que perdurarán (en mayor o menor medida) en la educación musical del siglo XX :
Uno: el permiso que el mentor se autoasigna para implementar cualquier método si cree que este sirve para coronar sus objetivos. Dos: la elección de metodologías que incluyen una fuerte dureza en el tratamiento del estudiante y al final de cuentas terminan ofreciendo un resultado azaroso. Tres: el descarte sistemático de personas implementado para poder completar el círculo (llegar a un resultado) arreglando en el paso numero tres lo que viene mal dado desde el paso número dos.
No sé si existen sistemas educativos libres de deserción. Pero la educación musical de occidente puso el descarte de personas en el centro de su metodología.


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