Talento por derecho divino. El vals del minuto en 58’’.
El umbral de la segunda vuelta en el aire.
Cuanto más pequeño es el chico más impactante es su impronta de niño prodigio. Una amiga de mi juventud tuvo un empresario para organizar sus giras a partir de los tres años de edad. Su hermano, cuando nosotros nos conocimos todavía niño (prodigio) también era pianista. La madre de ambos, hija de uno de los cinco grandes pianistas argentinos del siglo XX había sido su primer maestra y se especializaba en la tarea de sentar al piano, niños de un año o un año y medio. Nunca presencié una de sus clases. En la ciudad europea en la que vivíamos era conocida por su creatividad para educar pianistas muy pequeños, siempre por medio del juego. Algo debía cambiar cuando el niño iba creciendo: llevaba la carrera de sus hijos con mano de hierro.
El concierto de un nene de tres años, sólo puede basarse en el divertimento de ver como un chiquito tan pequeño ejecuta piezas elementales, frente a una platea deleitada por su desenvolvimiento. Las notas que escuchamos no se sostendrían en escena como la producción de un adulto. A los ocho o nueve años, el niño ya no es prodigio si no aborda obras de alta complejidad. Lo escuchamos tocar con gran corrección (incluso con mucha pimienta) obras de Beethoven, Chopin, Lizt, que bien podrían estar sonando bajos las manos de Marta Argerich, de Daniel Barenboim. La versión, por supuesto, no alcanza la madurez de una versión adulta de Barenboim o Argerich. ¿Qué es lo interesante entonces de escuchar estas obras en la versión de un niño? Aunque su arte esté madurando lo interesante sigue siendo el prodigio. No compramos música: compramos infancia; y confirmamos en el prodigio la idea de talento por derecho divino, que otorga un aire monárquico de omnipotencia a quien cree tenerlo y excusa, a quien se conforma con su ausencia, depositando responsabilidades y decisiones propias en el cielo. Es la explicación más burguesa que podemos procurarnos para todo este asunto.
El niño es invitado a programas de televisión donde lo hacen tocar el vals del minuto. El conductor verifica su destreza con un cronómetro en la mano. Si toca el vals del minuto en un minuto y seis o siete segundos estamos frente a un prospecto muy serio. Deberá mejorar para ser un verdadero virtuoso pero es una gran promesa. Si entra en el minuto del título podemos delirar por su maestría pero si baja todavía dos segundos ¡ahora sí! estamos frente a un nuevo genio: el elegido. ¿Cómo creerán que se consigue que un nene de nueve años toque en 58 segundos el vals del minuto?
El umbral de la segunda vuelta en el aire.
Cuanto más pequeño es el chico más impactante es su impronta de niño prodigio. Una amiga de mi juventud tuvo un empresario para organizar sus giras a partir de los tres años de edad. Su hermano, cuando nosotros nos conocimos todavía niño (prodigio) también era pianista. La madre de ambos, hija de uno de los cinco grandes pianistas argentinos del siglo XX había sido su primer maestra y se especializaba en la tarea de sentar al piano, niños de un año o un año y medio. Nunca presencié una de sus clases. En la ciudad europea en la que vivíamos era conocida por su creatividad para educar pianistas muy pequeños, siempre por medio del juego. Algo debía cambiar cuando el niño iba creciendo: llevaba la carrera de sus hijos con mano de hierro.
El concierto de un nene de tres años, sólo puede basarse en el divertimento de ver como un chiquito tan pequeño ejecuta piezas elementales, frente a una platea deleitada por su desenvolvimiento. Las notas que escuchamos no se sostendrían en escena como la producción de un adulto. A los ocho o nueve años, el niño ya no es prodigio si no aborda obras de alta complejidad. Lo escuchamos tocar con gran corrección (incluso con mucha pimienta) obras de Beethoven, Chopin, Lizt, que bien podrían estar sonando bajos las manos de Marta Argerich, de Daniel Barenboim. La versión, por supuesto, no alcanza la madurez de una versión adulta de Barenboim o Argerich. ¿Qué es lo interesante entonces de escuchar estas obras en la versión de un niño? Aunque su arte esté madurando lo interesante sigue siendo el prodigio. No compramos música: compramos infancia; y confirmamos en el prodigio la idea de talento por derecho divino, que otorga un aire monárquico de omnipotencia a quien cree tenerlo y excusa, a quien se conforma con su ausencia, depositando responsabilidades y decisiones propias en el cielo. Es la explicación más burguesa que podemos procurarnos para todo este asunto.
El niño es invitado a programas de televisión donde lo hacen tocar el vals del minuto. El conductor verifica su destreza con un cronómetro en la mano. Si toca el vals del minuto en un minuto y seis o siete segundos estamos frente a un prospecto muy serio. Deberá mejorar para ser un verdadero virtuoso pero es una gran promesa. Si entra en el minuto del título podemos delirar por su maestría pero si baja todavía dos segundos ¡ahora sí! estamos frente a un nuevo genio: el elegido. ¿Cómo creerán que se consigue que un nene de nueve años toque en 58 segundos el vals del minuto?
Hace 18 años tomé clases de acrobacia con Carlos Martínez. Por razones que no vienen al caso todos sus alumnos éramos artistas. El mismo lo era, había abrazado las artes escénicas cuando terminó su carrera deportiva. En su juventud fue gimnasta olímpico, especialista en la prueba ‘‘1 minuto suelo’’ y una de las primeras personas en la Argentina en ejecutar el ‘‘doble salto mortal’’ (saltar o rebotar en el piso elevándose y dar dos vueltas de carnero en el aire para volver a caer parado.) Con técnicas modernas es hace mucho un salto sencillo pero en sus tiempos, sólo algunos atletas lo habían realizado. Para la generación anterior a la suya había sido un salto mítico, que se atribuía a acróbatas chinos legendarios sin que hubiera registro en imágenes de donde poder copiarlo. Carlos Martínez un día nos contó que quedó durante meses trabado en la imposibilidad de realizarlo. Estaba en todo sentido listo, reunía la fuerza y la elasticidad necesarias, comprendía la técnica del movimiento, lo miraba en filmaciones, lo probaba sin problemas en una cama elástica. Pero cuando llegaba el momento de ejecutarlo sobre el suelo saltaba, daba la primer vuelta en el aire y no podía evitar el reflejo defensivo de abrirse después de completar esa sola vuelta (debía dar las dos vueltas en el aire plegado, con las rodillas contra el pecho) y llegaba entonces al suelo habiendo ejecutado un salto mortal simple. Sonriendo nos contó que llegó a soñar en forma recurrente con el salto, antes de sorprenderse un día, completándolo. Entonces opinó: ‘‘es que en la vida de un atleta al igual que en la vida de un artista, hay logros que no son posibles sin haberlos convertido primero en una obsesión. ’’
Hoy no atamos al niño con sogas al piano como el padre de Beethoven (ver ‘‘Pero salió bueno...’’ del domingo 28 de octubre de 2007.) Son sí múltiples la posibilidades de manipulación intelectual de un niño por parte del adulto, que ostenta el poder de accionar sobre la totalidad de los resortes materiales de su vida. Convengamos que hay muchas maneras de atar un niño al piano. O ni siquiera. No sabemos nada de la relación del niño prodigio con sus mentores. No sabemos si el piano le es impuesto o lo abraza como iniciativa personal. Pero somos músicos y sabemos cómo se llega a tocar el vals del minuto en 58 ’’. Entre los cinco y los siete años este chico atravesó muchas veces ese umbral de la segunda vuelta en el aire. Posiblemente lo hizo, en el ejercicio cotidiano de una obsesión, ya sea suya o impuesta. En todo caso: trabajó, tan temprano, entre seis y ocho horas diarias con la rigurosidad de un profesional de elite. Como sólo unos pocos adultos lo hicieron alguna vez en sus vidas.
Esta obra está licenciada bajo una
Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 Argentina.
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